Laberintos
-Entonces viste el ganado y tiene buena cara, ¿no Julio? pregunta uno de los protagonistas de La seguiriya sin cabeza o ahí en la cama está el maestro, de Fernando Quiñones.
-La tiene contesta Julio.
Poco dado a los gestos heroicos ("dentro de todo gran arte escribió Wittgenstein- hay un animal SALVAJE: domado"), aquello siempre me pareció una gran hazaña. Lo demás, es decir, lo que no resulta desvelado, lo dice o no lo dice el recuerdo; pero en estos días de toros rebotados, de toros resbalando borrachos, de toros decapitados, negros, canelas y colorados (de Rafael Alberti: del Puerto de Santa María a Salamanca), se me ha colado un gran toro en el recuerdo, a plena luz del día (la reses pasaban entonces por el centro del pueblo, escoltadas por jinetes mágicos), y sé que no se trata más que de un recuerdo (yo no tenía más que ocho o nueve años) y que queda lejos, muy lejos.
"La antropología y la historia de las religiones escribe Fernando Savater en La tarea del héroe- sitúan los juegos taúricos entre los más destacados rituales de fertilidad de los pueblos mediterráneos: el malogrado Ángel Álvarez de Miranda estudió en detalle los avatares de ese toro nupcial al que el recién casado debía tocar con su capa para hacerse partícipe de su espléndida fuerza viril. El toro, que entonces probablemente ni siquiera era muerto en el transcurso del festejo, lejos de simbolizar la muerte y la ciega violencia destructiva de la naturaleza representaba la plenitud vital, expresada en el más alto poder genésico. El toro acudía al festejo no para quitar la vida al hombre, sino para darle más vida".
Quizás ahora, en estos tiempos mecánicos, se trata de toros imposibles (tan imposibles como el arte imposible del toreo), pero forman parte de mi propio laberinto y vuelvo a ellos siempre que puedo. Decapitados, toros negros, canelas y colorados...
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